La chica de las siete en punto

Observaba angustiado el rítmico pasar de las horas en la esquina de su monitor, ahogándose poco a poco como un viejo madero que el tenaz hacer de una gotera echa al final a perder. Las horas pronto eran días, los días meses, y ¿qué había sido de los años? Habían dejado de tener sentido.  Las estaciones, las lluvias y las guerras se sucedían al otro lado de su ventana mientras él, tendido y encerrado en un pozo oscuro se preguntaba ¿qué pasará mañana? ¿será acaso al fin el día en el que todo este corset de diálogos incompresibles y vacuos termine al fin por dar una idea nítida , o tan solo hallaré el mismo zumbido, los mismos rostros difusos y carentes de expresión que fustigan mi mente ávida de una promesa de perpetuidad?

A menudo se preguntaba a qué tanto afán por retenerse en una vida por la que nunca había sentido la menor compasión. Se decía que, algún día,  como en los cantares y églogas antiguos las palabras y el tiempo terminarían por esculpir una verdad oculta que su existencia mundana no le permitía contemplar. Pensaba que solo el tiempo era capaz de discernir entre los hombres las verdades divinas, y que algún día por medio de la palabra, cuando todos sus deseos y temores mundanos se viesen reducidos a partículas suspendidas en el caprichoso viento, quedaría en la conciencia de los hombres un rastro de pureza y verdad sin igual; un rastro de Dios y de la verdad inconfesable de que él también fue hombre.

Quizá algún día trascendiese, quién sabe. Quizá detrás de tanto mensaje grandilocuente algún día alguien terminase por apreciar el escurridizo coleteo de la delicada prosa que acude a perderse  por los derroteros de lo banal y lleva, guiada por la mente azarosa de un espíritu libre, al altar del homo trascendentalis . Quizá. Pero no sería desde luego aquella noche. Cerró la página en blanco y sintió como un pedazo de alma se escabullía entre sus dedos. Un pedazo más. Y la angustiosa carga de vivir entre dos mundos difusos  y efímeros, como quien intenta contemplar el borroso paisaje a través de la ventanilla de un tren en movimiento, encalló un poco más en lo más hondo de su pecho. Pesado y derrotado se metió en la cama y con un último suspiro pensó para sí “quizá sea mañana”.

Se levantó, y las primeras luces del día enturbiaban su vista. Hizo una mueca estridente, se ladeó y buscó por un segundo una buena razón para levantarse, con el único fin de ignorarla e intentar seguir durmiendo. En realidad, ni siquiera dormía. Se pasaba las noches en duermevela, mientras su mente vagaba por un océano de ideas difusas y sueños abstractos. Por las noches, su mente parecía doblegarse aún  más a la evidencia de una realidad inmaterial. Se tocaba buscando arañar el placer oculto que aquella misteriosa realidad le susurraba, pero en su lugar solo encontraba la insípida respuesta del orgasmo físico. Deambulaba de aquí para allá, presumiendo de no ser un simple vasallo del tiempo, de estar dispuesto a darle caza sin cuartel hasta desnudar sus secretos, pero ella tenía la mala costumbre de desnudarse siempre sola  y no esperar al desayuno.

Él hacía las tostadas. Dos, no le hacía falta más. Las cubría con lonchas de un jamón insípido, no fuera que el paladar se rebelara ante la evidencia de la vida. Mientras sorbía café de máquina miraba por la ventana, tras la cual iba  viendo amanecer un nuevo día. Aquello le mantenía vivo. Aquello –se corrigió- le mantenía despierto.

La gente poco a poco abandonaba el interior de los hogares como una rosa que se abre para recibir los primeros copos de la helada nocturna.  Caminaba por la calle y el frío invernal era lo único que le recordaba que aún pertenecía a este mundo. La nariz, los pómulos, la garganta. El aire congelado.

Al fin llega el bus. Se sube. Pone música en sus auriculares y el mundo se desvanece por unas cuantas paradas. Se sube una mujer. Es muy guapa. No puede dejar de mirarla. Ella se gira. ¿Ha sonreído?. Por poco se le ha sentado en frente.

General Cuéllar, aquí es. Bienvenido al mundo real. Empieza a llover, la gente abre sus paraguas. Se cierra la  flor. La llovizna remarca poco a poco las facciones de su cara. Parece como si alguien le susrrase “sé fuerte” desde arriba.

La lluvia le arranca una sonrisa. Se sienta en la terraza de siempre. Hoy sí tiene que escribir algo. ¿La mañana? Como siempre. El hombre de su derecha pide un café americano. La camarera ya ni lo mira. Dos ancianas sentadas detrás debaten macabramente quien morirá primero. Parece que a una de ellas al fin le han operado de la cadera.

Insignificantes, dice. No más que yo. La hoja sigue en blanco. Otro sorbo de café. Oh, genial, la he manchado. Tendré que coger otra. No vaya a perder la oportunidad de mi vida por una palabra inteligible.  Por la acera de enfrente pasa el cartero. Otra vez hay correo para la señora del tercero. Debe ser muy querida. La señora del quinto ha colgado más sábanas que de costumbre. Supongo que su hijo universitario estará de visita. Y el hombre que saca a pasear a su perro para fumarse un cigarro ¿de verdad no se da cuenta que apesta a kilómetros?.

Llevaba allí pasmado casi dos horas. ¿Cómo concentrase, con el barullo de los coches? Prosigue el concierto de percusión en porcelana. Las clientas ríen. Por favor, camarera ¿podría parar ese reloj?. ¿A que hora es el partido? Grita alguien justo a mi espalda.

¿Con que empezar?. “observaba angustiado…:” No, eso está muy manido. ¿Por qué no haber nacido 200 años antes? Ya está  todo escrito. Suertudo de Cervantes. Quizá un lugar. Sí, eso es. Una playa inmensa  y desierta. Un oásis de paz. Los de atrás ya están discutiendo de política. Que si España se rompe, que si no se rompe. Creo que si algún día se pusiesen de acuerdo comenzarían a odiarse. Volvamos con la playa. ¿Qué hacen ahí?. Serán naúfragos. Eso siempre da juego. Comienza a hacer frio. Me estrujo en la chaqueta. ¿Qué hora es? Casi las siete en punto.

Ahí baja esa señora a tirar la basura. Oh vaya, cuanta comida. Han debido dejarla plantada. Y mira esa chica del banco, mirando el móvil cada tres segundos. Debe de estar esperando a alguien. ¿Cómo será él?. Quizá como uno de estos jugadores rubios de fútbol americano. Qué digo, seguimos en España. Será un tipo cualquiera. Bajito y enclenque, seguro. Ahora si, las 7 en punto. Sigo bloqueado. Parece que hoy tampoco será mi  día.

Y de pronto la veo pasar a ella.

Todas las tardes a las  7 en punto la veía cruzar el paso de peatones desde la terraza de la cafetería. Al principio era tan solo un estímulo más .Una de esas insignificantes historias que nos rodean continuamente sin que ni tan siquiera nos demos cuenta. Como el señor que se sienta en la mesa de al lado todos los días a las 15:35, pide un café americano y se lo toma ojeando la sección de deportes. O el camarero que todas las mañanas al acabar su turno comprueba dos veces la cafetera.

No se, supongo que me fijo en los detalles. Pero había algo en ella, que definitivamente la hacía diferente a los demás. No puedo asegurar qué era, quizá aquella forma tan poética que tenía de mirar al horizonte, o quizá su andar despreocupado y ligero, que casi la hacía flotar sobre el suelo. Su pelo al viento, sus labios carnosos, sus senos firmes y aquellas piernas que amenazaban con quemarte con solo tocarlas. Todas las tardes a las 7 en punto ella cruzaba por aquella misma calle; sin excepción. De lunes a domingo, festivos y fiestas de guardar, ella me regalaba aquel instante de gracia.

Y a las 7 en punto, con la misma religiosidad, yo la miraba discreto desde el café. Al poco tiempo empecé a hacerme preguntas sobre ella; que si a donde iba, si de donde era, que si cual era su nombre, y sobretodo; si ella había llegado a darse cuenta de mi existencia,
Lo malo de hacerse preguntas; es que uno acaba por exigirse respuestas. Así que no me quedó más remedido que ponerle un nombre, un destino y una razón de ser. Como me daba pavor si quiera acercarme a ella, decidí darle yo uno.  Desde ese momento decidí llamarla Ariadna.

También acordé pensar en ella como alguna especie de actriz dramática, una de esas que tanto enloquecen a escritores y poetas. Pensé que, quizá, todos los días a las 7 en punto ella fuese a trabajar en uno de esos bares de mala muerte con un pequeño y sombrío escenario donde poetas de los que aún visten de pana susurrasen versos baratos.

Supuse que después subiría de nuevo a su casa, una pequeña y polvorienta buhardilla alquilada, encima de un edificio viejo y roñoso. Una de esas que tanto gustan a los artistas, vaya. Vivía sola, por supuesto. Empezaba hacerme a la idea que incluir un hombre en la escena estropearía por completo la fantasía. Incluir otro hombre

Hasta llegué a pensar en el día que al fin me atreviese a hablarle, día que por supuesto, nunca llegó. Pensé que quizá me la encontraría, por azar o fortuna, en uno de esos bares, uno de esos que antes yo también frecuentaba.  Regresé a ellos un par de veces, con la fantasía de verla atravesar el umbral de la puerta. Nunca lo hacía. Después regresaba a casa, ebrio y solo, y me tumbaba a soñar con que ella un día, justo antes de cruzar el paso de peatones, giraba la cabeza y, por un segundo, me sonreía.

Pasaron las semanas y cada vez me gustaba más verla pasar junto a mi café. Cada día esperaba ese momento en que girase la cabeza, aguantando la respiración como un piloto antes de emprender el vuelo, sintiendo un cosquilleo que me subía por la espalda  y me llegaba hasta las puntas de los dedos. Me encantaba verla sobretodo cuando llovía, con  su pelo mojado y batido al viento, me recordaba a una de esas preciosas y misteriosas sirenas.

Un día, tras un rato de pensar en ella, decidí preguntarme a qué sabrían sus labios. Si serían dulces, como besar una princesa o tendrían el sabor amargo de una novela negra. Una curiosidad malsana empezó a poseerme día y noche, una tan fuerte que no llegó con imaginarme por mi mismo como era.

Así que al fin un día por la tarde, como no a las 7 en punto, que la lluvia golpeaba con fuerza los cristales del café, salí a la lluvia dispuesto a cederle mi paraguas. Esperé allí un rato…un par de minutos, fueron un par de minutos. La lluvia formaba bolsas de agua en los desniveles de la carretera y de vez en cuando, un solitario coche atravesaba a cámara lenta el paso de peatones mientras sus ocupantes me miraban de reojo con un rostro triste, mezcla de pena y compasión.

Al fin la vi llegar a lo lejos, vestida cómo no con aquella chaqueta de cuero empapada por completo. Sentía que casi podría sentir la textura de sus senos a través de la camiseta. Tenía un mechón de pelo junto a la boca, y con una de esas sonrisas que solo se hacen dos desconocidos que corren la misma suerte, me miró. Yo le devolví la sonrisa, pero en aquel momento, estaba demasiado petrificado para extenderle mi paraguas. Estaba allí, era ella, y era real.

Pasó de largo, sin sacarme ojo de encima. Tampoco yo se lo saqué ella. Pasó tan cerca que casi creí notar su muñeca contra mi muñeca. No me giré, pero juraría que aún sentía su calurosa mirada sobre mi piel en medio de aquel infierno helado. Estaba tan empapado que hacía tiempo que ni sentía la lluvia. El viento, soplaba con tanta fuerza que su sonido apenas me permitía escuchar mis pensamientos.. Y su mirada seguía allí. No se como lo sentí, pero sé que allí estaba. Mirándome, sonriéndome.

En ningún momento me giré. Pude haberlo hecho. Quizá así habría visto de cerca aquella sonrisa. Quizá así pudiera haber visto su cuerpo empapado, sus labios carnosos, sus ojos verdes como Minerva, aquel coche que doblaba la esquina. Pude haberme girado a tiempo pero sin embargo no lo hice.

Y nunca más volvió a cruzar.

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